Aunque no es determinante, la predisposición genética influye en gran medida en la vulnerabilidad que la persona tiene a desarrollar la depresión. Los factores genéticos cobran especial importancia cuando algún familiar de primer grado (padres, hijos o hermanos) ha sufrido depresión.
Se trata de afecciones, lesiones o alteraciones claramente identificables. Por ejemplo, algunas enfermedades como la esclerosis, el hipotiroidismo, la enfermedad de Huntington, el alzhéimer y algunos tipos de cáncer. También pueden contribuir al desarrollo de una depresión la diabetes, la EPOC o la hipertensión arterial.
Cuando la química de nuestro cerebro se altera, nuestro estado de ánimo puede convertirse en depresivo (decaído, triste…). Así, los cambios en los niveles y en la actividad de los neurotransmisores y algunas alteraciones hormonales pueden desencadenar una depresión.
El consumo de drogas ilegales, como las anfetaminas y sus derivados, el cannabis o la cocaína, pueden dar origen a una depresión. El tabaquismo (adicción al consumo de tabaco) también se ha relacionado con una mayor probabilidad de desarrollar la enfermedad.
Por ejemplo, los cambios en la cantidad de luz, que disminuye durante los meses de invierno, cuando los días son notablemente más cortos que la noche.
La inseguridad, la propensión al pesimismo, la baja autoestima o la tendencia al perfeccionismo, entre otros aspectos.
Acontecimientos que marcan el curso vital de una persona, como la pérdida de un ser querido, del empleo, de una relación, etc.
Algunos fármacos, como los utilizados para tratar la hipertensión o los corticoides, pueden causar depresión. En caso de sospecha de que así sea, es recomendable consultar con el médico.